Mi nombre es Agustín y desde hace algún tiempo me dedico a hacer pan.
Dando un doble salto mortal con tirabuzón incluido, no exento de cierta elegancia, pasé de la ingeniería eléctrica, renegando de los voltios, amperios y todas sus pompas, a enfrentarme a la harina, las levaduras, procesos de amasado, fermentación, horneado…
Todavía hoy algunas veces amigos, compañeros de masera y gente con la que uno llega a establecer cierta relación de confianza, me preguntan por qué dejé mi vida anterior como ingeniero. Procurarles una respuesta siempre me ha sido fácil: “Simplemente estaba harto.”, suelo decir como una primera exposición de motivos. Y dependiendo del gesto que aparezca en la cara de mi interlocutor, decido pasar a ofrecer más detalles. Los raros días en que mi mente sale de la cama con un cierto grado de inspiración puedo ofrecer respuestas más elaboradas: “Mi karma había llegado al punto en que la reencarnación en una forma de vida superior se hacía imprescindible.” Respuestas de este tipo parecen resultar realmente clarificadoras. Tras unos segundos de silencio, la cuestión de mi evolución profesional suele darse por zanjada y los temas de conversación pasan a asuntos realmente relevantes como la climatología, el partido del domingo, la necedad de los políticos… Aún así, rara vez, alguien no parece conforme y, asumiendo mi decisión de dejar a un lado la ingeniería, me provoca: “Si, pero, ¿por qué panadero?”. La respuesta a esta segunda cuestión no resulta tan sencilla.
Lograr una solución satisfactoria requiere, me ha requerido, una reflexión que sin un paso previo de retrospección infantil no habría dado sus frutos. Cierto es que una vez tomada la decisión de dejar una actividad que había venido desarrollando durante bastantes años, algo tenía que hacer.
La idea de hacer pan me resultaba atractiva. Pero, ¿por qué? Reflexionando en una de esas solitarias, por lo tempranas, mañanas en el obrador, Proust vino en mi ayuda. Pequeñas hogazas de candeal apuraban los últimos minutos de horno y su bendito olor inundó mi nariz y golpeó mi memoria. En un torbellino espacio-temporal digno del mejor Kubrick de “2.001…” pero al revés, la nave espacial se convirtió en hueso, y yo con cuarenta años y sesenta kilos menos, rostro lampiño y pantalón corto acompañaba a mi abuela a la tahona del pueblo.
Era costumbre entonces que unas cuantas matriarcas se pusiesen de acuerdo y, previo pago de una pequeña cantidad al panadero, dispusiesen de horno y obrador una vez éste había finalizado su trabajo, aprovechando el último calor del horno de leña para hacer pastas, magdalenas y otras delicias llenas de encanto quizás por su afinada rusticidad hoy tan difícil de encontrar. Pero allí olía a dulces; azúcar, mantequilla y huevo dorándose en el horno… punzadas de anís, caricias de almendra….y no era ese el olor que había llamado con fuerza a las puertas de mi memoria.
Me zambullí de nuevo en el vórtice de ese remolino de recuerdos y vi al matrimonio propietario que, mientras invadíamos una parte de sus dominios, se afanaban en limpiar y ordenar el resto de la tahona. Eran los amos una pareja de más que mediana edad, a los que recuerdo siempre sonriendo y felices de estar el uno junto al otro. Pese a todo su empeño no habían logrado tener hijos y se veía que les encantaban los críos. Cuando visitaba la panadería para “ayudar” a mi abuela solía ser yo el único infante y no pasaban más de un par de minutos sin que apareciese la panadera, el rostro orlado de una sonrisa más blanca que la harina, una galleta de nata en la mano y tras estamparme un par de sonoros besos, me abrazase. “¡El panadero más guapo!” gorjeaba mientras apretaba, casi sumergía, mi cabeza en su generoso, opulento escote. Desconcertado, como quien despierta zarandeado por el tren, lo vi claro… ¡Sí!, ¡Sí! Ese es el olor que las hogazas de candeal traían a mi memoria y quizás justificaba mi decisión. Sin saberlo llevaba años tratando de recuperar el aroma entre el que ahora me dejaba flotar feliz acariciando antiguos recuerdos y que no era otro que el de ese escote de piel morena, húmeda y caliente siempre tamizada por una fina capa de harina en el que se hundía mi rostro de niño sin dejar de masticar una galleta de nata.
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